No hace mucho, le comenté a mi hijo que tenía por ahí unos cuadros de los que me gustaría tener una copia. Concretamente le hablé de unos que pinté para la Auto Escuela en la que trabajé hace más de cuarenta y cinco años. A mí se me olvidó el asunto, pero a él no. Así que llamó a la Auto Escuela para que le mandaran unas fotos de los cuadros.
El caso es que, el otro día me dio la gran sorpresa al presentarse en casa con dos cuadros. Son del año 1977, siendo la técnica acuarela y lápiz.
Y aquí es donde nace mi reflexión. Estos cuadros, ya los tenía casi olvidados. Y la pregunta que me hago es: ¿Cuánta pintura hay desaparecida? ¿Cuánta destruida? En una palabra, pintura que jamás sabremos que ha existido, porque no se exhibe. Pintura que no sabemos nada de ella, porque no ha habido un experto que ha dicho que era buena y a continuación ha comenzado la vorágine de la especulación.
Y claro, sin querer comparar mi pintura con la de Van Gogh tengo que decir que, en vida, creo que solo vendió un cuadro. Su pintura no gustaba y de no haber mediado la descubridora después de su muerte, hoy no lo conoceríamos.
Voy a decir una barbaridad: a mí Van Gogh, jamás me gustó. Y hoy, me sigue sin gustar. Y sigo pensando en pintura que jamás conocerá nadie, nadie, porque nunca se manifestó y que si la viera, igual tampoco me gustaba. Y podría tener un valor incalculable si cayera en manos de algún experto en mercado. Y asimismo, habrá pintura que jamás veremos y que podría gustarme muchísimo.
Porque según parece, el arte en general, está sujeto a las normas del capitalismo salvaje, en dos vertientes: como inversión para revalorizar la obra sin límite y como señal del poderío económico de su propietario.
Por esta razón, para los que no tenemos dinero para adquirir las obras de millones de euros que circulan a nivel mundial, el criterio para el valor de una pintura es tan simple como antiguo: determinar si me gusta o no. Nada más, así de simple.
La última charlotada es, no estoy muy seguro de los detalles, el famoso plátano pegado a la pared con cinta adhesiva. Para hacer esto, hay que llamarse Maurizio Cattelan que, por cierto, expone ahora en Oporto su obra "Susurro". En Iruña vi, hace años, una instalación donde colgaban un conejo muerto: había que cambiarlo de vez en cuando por razones obvias. El mundo está loco, loco, loco.